De CORREPI (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional).
La difusión en Internet de un video obtenido con un celular que
muestra la sesión de tormentos a la que son sometidos dos jovencitos en una
comisaría de Salta provocó que el tema fuera “noticia” destacada en todos los
medios del país. Como cuando se hizo público aquel otro video que mostraba a
los marines yanquis torturando prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib de Irak,
la crudeza de las imágenes provocó indignación y “sorpresa” entre quienes sólo
se alarman por estas prácticas cuando no les queda más remedio ante lo
irrefutable de la filmación.
El video salteño no muestra nada diferente a lo que cualquier
vecino de cualquier barriada popular puede describir por experiencia propia o
de algún familiar, amigo o conocido. El apaleamiento, el submarino seco o
“bolsita”, el “pata pata”, las torturas con agua, son algunos de los métodos
habituales de tormentos que se aplican a diario en comisarías, cárceles y otros
lugares de detención. Pero, como de costumbre, no basta que las víctimas que se
animan a denunciarlo, y las organizaciones antirrepresivas lo denunciemos a los
gritos. Sólo estalla el escándalo cuando es imposible negar la realidad, al
mismo tiempo que se buscan una y mil “explicaciones” para confinarlo a un
“episodio aislado”, un “exceso”, o el resultado de una “cultura de las fuerzas”
que reduzca el espanto que muestra la filmación del hecho cotidiano a un suceso
extraordinario.
Así funciona el sentido común de la burguesía, especialmente la
que se tilda de “progresista”, que prefiere no conocer los métodos con los que
se garantizan a diario los privilegios de su clase, pide que los verdugos hagan
su trabajo en silencio y en secreto, y protesta si la sangre salpica sus
lustrados zapatos.
Es que, cuando la tortura se hace visible, desde la vereda de la
“defensa de la institucionalidad” se reclaman más controles, mejores leyes, y
la infaltable “participación ciudadana en la gestión de las políticas públicas
de seguridad” para negar su carácter de política de estado. En esa línea actúan
los comités contra la tortura de la ONU o la OEA, los Observatorios Mundiales,
y organizaciones como Amnistía Internacional o el CELS, que admiten el uso
sistemático de la tortura en el mundo, pero siempre como “vicio” inherente de
países con regímenes autoritarios, o como resultado de “desbordes” o “culturas
autoritarias de una fuerza” en países democráticos “con instituciones débiles y
faltas de suficientes controles”. Se plantean, entonces, como su objetivo,
transformar en “democráticos” a los primeros y evitar los desbordes en los
otros, y, mientras tanto, lograr en los casos puntuales el castigo del
perpetrador individual y la reparación de la víctima. Buen ejemplo de ello es
lo que afirma, a propósito del video salteño, el comunicado emitido por el
CELS: “...las prácticas de tortura forman parte de la cultura y del sistema de
gobierno de las cárceles, comisarías, institutos de menores y unidades psiquiátricas
de nuestro país”. Así, proponen “avanzar en la construcción de
institucionalidad para prevenir una de las principales violaciones de derechos
humanos que se cometen en el país”.
Esa aparente contradicción que genera la convivencia de la tortura
con el moderno estado de derecho es, en realidad, la más sofisticada manera que
la democracia ha ideado para seguir usando los métodos inherentes a la
dominación, mientras avanza en su permanente búsqueda de consenso, al son del
repudio formal a las prácticas que no sólo usa, sino que, siempre que puede,
legitima y ampara. Los que se horrorizan ante los casos concretos, pero
defienden el sistema que los origina, no pueden ver, porque el mito del estado
de derecho cubre sus ojos con una venda inexpugnable.
Porque la tortura sigue siendo imprescindible, para el estado
moderno, como medio para lograr el disciplinamiento, el control social tan
necesario para que unos pocos puedan dominar a una mayoría oprimida. Mejor lo
explica F. Fanon en un breve párrafo de “Los condenados de la tierra”:
“...después de varios días de vanas torturas, los policías se convencieron de
que se trataba de un hombre apacible, totalmente ajeno a cualquiera de las
redes del F.L.N. A pesar de este convencimiento, un inspector de policía dijo:
‘No lo dejen ir así. Apriétenlo un poco más. Así cuando esté afuera se
mantendrá tranquilo’”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario